lunes, 11 de julio de 2011

ALGUNA VEZ, LA CONVIVENCIA CULTURAL, FUE MÁS ALLÁ DE LA TOLERANCIA

Por la década de los setentas del siglo pasado, en Bogotá, existían las plazas de mercado, como únicos centros de abastecimiento en los barrios populares. Aún ahora, en las zonas de llegada de las familias espantadas por el fantasma de la muerte que produce el desplazamiento forzoso, existen replicas en miniatura, pequeños comercios de legumbres, sobre las calles destapadas y las improvisadas plazoletas de los barrios convenientemente estrechos, diseñados por los urbanizadores piratas. La principal de esas plazas, era la de “paloquemao”, mucho antes de que se construyera la central de abastos (CORABASTOS). Además de esta, existía un mercado de animales, sobre la calle 13 o avenida Jiménez, con 32. Para mí, la plaza, fue el escenario principal para entender algo que me hubiera tomado hacer muchos viajes. La plaza del barrio “La Trinidad”, era de toldas remendadas, papeles de colores para la fiesta de la virgen del Carmen, bombillos intermitentes para la navidad, faroles para el 7 de diciembre, olor a incienso en las semanas santas y pólvora para las navidades. Era un escenario que cambiaba su apariencia y sus actores, cada fin de semana, era un potrero desnivelado, surcado por hileras de cajones, toldados con lona de camión. En él, cada marchante, vendedor o vendedora, sabía de su producto, porque provenía del sitio donde se cultivaba, por lo que era fácil encontrar a la señora del pañolón negro y el sombrero de paño, corpiño y combinación debajo de las enaguas que cubrían finalmente las faldas, con sus embarradas alpargatas, ofreciendo los huevos de yema colorada, las almojábanas, las génovas, los duraznos, los quesos envueltos en hojas verdes y la chucula de Boyacá. Cerca de ella, estaba el vendedor con pinta de calentano, supremamente hablador, hábil y desenvuelto en su actuar, con una maleta abierta de par en par, que en una de sus tapas tenía papelitos de colores, con números y en otra pollitos de colores fosforescentes, era el más citadino de todos. Al entrarse entre el laberinto de carpas, cajones con niños adentro, guacales y montones de cáscaras y bultos, se encontraba el comerciante de pescado, que sobre enormes bloques de hielo, con una paleta erizada de puntillas, le quitaba las escamas al bocachico del Magdalena, hablando de la última subienda en Honda. Más allá el de los plátanos, que se llamaba Manuel, con un sombrero gardeliano, venido a menos, por las constantes lluvias y resolanas, de acento tolimense o huilense y ademanes tan lentos como el transcurrir de la vida en su región... Al fondo estaban las famas, con sus comerciantes ensombrerados a lo llanero, grandes cuchillos que apenas rozaban sobre las pieles de las reses, colgadas de una pata de un tubo de hierro, para separar su cuero a manera de abrigo, destazando, parte por parte todo el animal. Los furgones vetustos, sin ningún sistema de refrigeración (Estos llegaron muchos años después…) chorreaban de sangre, que impregnaba los overoles blancos de ayudantes, que podían desaparecer debajo de una enorme pierna o un costillar, convirtiéndose en una especie de masa sanguinolenta que gritaba “Cuiao, cuiao… Alla voy… Cuiao…” mientras quedaba tras de sí el chorrión rojo, que los perros olfateaban, esperando la caída del mínimo pedacito de carne… En la zona de las frutas, estaban quienes sabían de ellas, las mujeres de tierra caliente, de los puertos cundinamarqueses de Girardot y Beltrán, familiares por cierto, de un amigo mío. La parte tal vez más impresionante era el de los artesanos, uno de ellos, un santandereano de sombrero blanco y bigote impenetrable por la luz, de temperamento fuerte. El olor de las escobas, cabuyas, trampas para ratón, ruanas y cobijas, mochilas, costales, se juntaban con los aromas de la alhucema, una especie de colonia que usaba mi abuela. El puesto de los “cosméticos”, era el mismo de las fantasías, venidas de San Cristóbal, Venezuela, que por ese entonces equivalía a lo que hoy sería Beijing o el “silicon valley…” Había transistores de pila, linternas, aretes, perfumes y lociones. Como por destinación, justo al frente, estaban los puestos de las hierbas, con mujeres sabias, que
competían en idoneidad y diagnóstico precoz, con el Dr Santo Domingo, el único del barrio… Por la salida de esta placita, se encontraban los indígenas del Sibundoy, con sus ruanas de franjas azules, rojas y negras, sus anillos de acero, los cascabeles y azabaches para el mal de ojo de los niños, sus plumas de aves milagrosas que devolvían al ser querido y los elixires para la fortaleza sexual, masculina, por supuesto!!! Y para finalizar este cuadro de las mil maravillas, las cocinas humeantes, llenas de calderones enormes de los que se escapaban aromas de lechona, tamal, caldo de pajarilla y de raíz, creadillas y claros de sangre cocinada… La plaza tenía el encanto del encuentro de las todas las culturas, experiencia que solo volví a repetir, cuando siendo estudiante de primer semestre, en la Universidad Nacional, iba a almorzar a la cafetería, que después cerrarían irremediablemente.
Por algunas láminas, correspondientes a la comisión corográfica, se observa que desde principios del siglo 18, hay un nutrido intercambio comercial, entre lo que quedó de los asentamientos indígenas y los negociantes de la ciudad y esta realidad de la década del setenta del siglo pasado, no era lejana a este hecho histórico. La cultura de la plaza hace posible colocar en un solo plano, lo que la postmodernidad descuartizó y la globalización atomizó. La cultura se fue transformando en una colcha de retazos, muchos de los cuales se fueron haciendo cada vez más pequeños, con la entrada de los medios masivos audiovisuales, como el cine norteamericano y más tarde la televisión. Posteriormente, la “EDIS”, empresa distrital de servicios, construyó una plaza tipo bodega, que hasta hoy existe. Con ella, llegaron los grandes graneros y distribuidores mayoristas de cárnicos embutidos, esto fue el principio del fin de la antigua plaza, ya que en ella, solo pudieron entrar quienes poseían recursos para pagar un lugar sobre poyos de cemento, debidamente señalizada y con cada vendedor uniformado. Se quedaron por fuera los indígenas, los andariegos de las rifas, la mujer del mute por libras, el carretillero que traía y llevaba mercados, el hombre del rifle neumático del tiro al blanco, la señora del pañolón y una serie de dinámicas, que finalmente se olvidaron. La llegada posterior de los primeros almacenes de cadena, que comercializaron frutas y verduras (Carulla, Pomona, Olimpica), significó un modelo a imitar, con el fin de competir con las plazas llegando a los centros comerciales actuales. Dentro de ellos hay supermercados, que son una sinfonía en una sola nota, un paisaje cultural, que además de estar hecho en un solo color, no posee medios tonos y que dura mientras uno esté mentalizado de su imperiosa necesidad.
De esta forma, el valor cultural se ha ido transformando, más por presiones de tipo económico e imposiciones de roles sociales, que por un diálogo consciente entre sectores de la sociedad. Alrededor de la mayoría de las plazas, crecieron los negocios, los camellones del comercio significaron la génesis de la identidad cultural de las poblaciones. En sus calles florecieron los bares, los restaurantes, la llegada de los buses y los hoteles y hoteluchos, del permitido amor, del prohibido, de la buena y la mala muerte… La representación del corazón civilista de la cultura latinoamericana, por lo fiestera, incluyente y despojada de estratificación, es la plaza de mercado, libre y sin condicionamientos económicos o sociales. Si alguien llegaba tarde a su casa o no llegaba, sabía que en la plaza y sus alrededores, estaba su desayuno, su dormitorio y un ambiente de familiaridad, porque en la plaza todos saben quién es forastero y quién no, e igual para todos abría sus pasadizos y rincones. Los autores amigos de la historiografía oficial, sobre el tema del crecimiento de la ciudad, identifican la iglesia, como epicentro de la civilización, siendo realmente la encargada de la propagación no solo de la evangelización, sino de la educación que sostenía el orden jerárquico del poder social establecido. Antagónicamente, la plaza es el espacio en donde se robustece la identidad de la resistencia ciudadana y es esa misma imagen tachada de “caótica”, la que utilizó la publicidad de los nuevos conglomerados comerciales, para sancionar socialmente por medio de
mensajes excluyentes, impregnados de un sentido de seudo - desarrollo que no hizo más que “ocultar higiénicamente la miseria”. La plaza generó el lenguaje, los imaginarios y el discurso popular y en ella se gestaron las identificaciones en torno a una herencia social, cultural y política. Y esto, en esencia es peligroso, para un poder que necesita hacer olvidar lo colectivo para individualizar, afianzando su explotación. Si había un espacio de convivencia, este se dio en la plaza de mercado. Una convivencia que fue más allá de la tolerancia, entre las propias marchantes y marchantas, que ayudaron a criar a sus hijos, haciendo de los guacales, la primera guardería. La convivencia se dio adicionalmente con la población circundante. La relación entre marchantas – marchantes y mi abuela, por ejemplo, le permitía ejercitar el arte del “regateo”, la buena costumbre del vendaje y el encime, ejercicio que hoy, no solo es estratégicamente catalogado como vergonzoso, sino imposible de realizar frente a un cajero satelitalmente vigilado, en cualquier supermercado.
El concepto de desarrollo, ha insistido en aspectos de “comodidad”, de “higiene” y de “calidad”, pero nunca ha dado la discusión en términos de generación de identidades y valores sociales de clase. La eliminación de las diferencias, hace aparente una sola sociedad de las gentes anónimas, evitando las características propias que marcarían diferencias importantes a la hora de un diálogo social. El que ese diálogo esté aplazado debido a toda una política de invisibilización de la cultura popular, no ha hecho otra cosa que tensionar sobre manera las relaciones actuales, que evidencian altos índices de violencia e inseguridad, curiosamente mucho más altos y determinantes, alrededor de los nuevos templos del comercio… los centros comerciales.
Las nuevas franjas poblacionales, que eran el recambio de los primeros pequeños comerciantes de las plazas de mercado, hoy llegan a la ciudad, debido al desplazamiento forzado, sin encontrar espacios similares, sin medidas restrictivas, ni identidades regionales, por lo que tienen que mimetizarse con apariencias contemporáneas, sumándose al fenómeno de las ventas callejeras. En este sentido, la plaza legitimaba el uso del espacio público, compartido de manera generosa por la comunidad, debido a la necesidad de alimento. El uso del suelo urbano, ha sufrido un viraje, en favor del comercio institucionalizado, bajo la lógica de que su pago de impuestos, le otorga el derecho de ignorar las necesidades del ciudadano común y corriente, a quien además no le reconocen, como útil, para sus propósitos de lucro. En esa perversa práctica, emiten publicidad y propaganda en la que estereotipan el “ciudadano de bien”, como aquel, con más capacidad de compra, determinando la valoración estratificada del ser humano. Es igualmente reconocible el que los grandes comerciantes, intenten regularizar los procesos tributarios a nivel social, con el fin de abarcar la mayor parte de la población en sus propósitos mercantiles. Sin embargo, sus expresiones culturales, se legitiman en su capacidad económica, dejando al margen otras expresiones. Siendo esto lo “normal”, en materia de participación ciudadana, nada puede hacer un ciudadano normal, frente a la exigibilidad de sus derechos vulnerados cuando la ley beneficia con una norma la expresión, comunicación e implementación de valores y prácticas, por parte de una agremiación comercial. Finalmente, este proceso pone de manifiesto, el que la concepción de desarrollo, no puede ser unilateral, tiene que ver con factores de tipo socio – humanista, aún más que con ventajas de forma, como la arquitectura, el aparente orden o la inexistencia de la diferencia. Los escenarios de expresión y relación cultural son diversos y cumplen una sola función, el diálogo sobre la diferencia, para llegar a soluciones incluyentes, sin ausencia de ningún sector social.
 
ORLANDO MARTINEZ TRIANA. JUNIO DE 2011.

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